EN TORNO AL LESBIANISMO POLÍTICO

Empecemos con algunos «peros» que suelen utilizarse al abordar este tema:

 * Si no incluye el aspecto sexual es apropiación cultural del lesbianismo por parte de mujeres heterosexuales y debería llamarse «separatismo» y no «lesbianismo», porque, de lo contrario,  es darle dos usos diferentes a la misma palabra.

* Que el lesbianismo es una orientación sexual innata, por lo tanto no puede elegirse a voluntad.

* Que las lesbianas políticas intentan presionar, imponer o excluir del feminismo a las mujeres heterosexuales.

* Que las heterosexuales son privilegiadas respecto de las lesbianas porque estas últimas sufren más riesgo de ser agredidas.

* Que existe la «heterofobia» y las lesbianas políticas la encarnan.


 En síntesis: las definiciones en pugna son el lesbianismo como orientación sexual y el lesbianismo como cultura y como política. Para responder a estas creencias tenemos que hacer un poco de historia:

          Existen evidencias escritas de la existencia de relaciones lésbicas en diversas culturas desde milenios antes de Cristo; en algunas sociedades como una situación normal y corriente, y en otras como un estigma. En la modernidad occidental, las relaciones sexoafectivas entre mujeres no estaban mal vistas, en principio porque no se consideraba que las mujeres tuvieran deseo sexual, por lo cual las relaciones entre ellas no eran consideradas contrarias a la institución de la familia, por más pasionales que fueran. En China las mujeres jóvenes se unían como laotong, es decir, hermanas de juramento, y esta unión, que tenía como finalidad el apoyo emocional, el compartir alegrías y penas, se consideraba una relación tan o más importante que el matrimonio. Entre ellas se desarrolló un lenguaje secreto, el Nushu, incomprensible para los hombres. Algunos de los caracteres de esta escritura aparecieron en la dinastía Shang, hace 3000 años y este lenguaje parece haberse extinguido en 2004, cuando falleció la última mujer que dominaba esa lengua. Ese proceso de desaparición simbólica es representativo de la invisibilización de las relaciones entre mujeres como cultura y no como mera orientación sexual. 

Las relaciones entre mujeres, que podían ir desde amistades “intensas” hasta relaciones claramente sexoafectivas, eran prácticas frecuentes hasta la aparición de la sexología que las patologizó y sexualizó. Esa transformación no es ingenua, sino que responde a un interés concreto: el temor (justificado) de los varones a que las mujeres escaparan a la institución fundamental del patriarcado: el matrimonio. Hasta ese momento, las mujeres carecían de recursos para sostener una vida fuera del matrimonio, pero con el sufragismo y la lucha para acceder a la universidad y a puestos de trabajo solo reservados a los hombres, algunas mujeres pudieron conseguir la posibilidad económica de mantener relaciones entre ellas, escapando así del régimen heterosexual. Ejemplo de esto son los Matrimonios Bostonianos y la Asociación de la Orquídea Dorada. Esta última, nacida en Guandong, era constituida por mujeres que se rebelaron al matrimonio heterosexual y se negaron a tener relaciones sexuales con hombres. En el siglo XIX la industria de la seda estaba en auge y se empezó a contratar exclusivamente a mujeres para trabajar en este sector. Esto propició cierta independencia económica a algunas mujeres, además de espacios en los que cuales ellas podían interrelacionarse sin varones. En estas comunidades, la unión matrimonial entre dos mujeres era similar a la tradicional. Una vez casadas, convivían juntas y se les permitía adoptar y educar a niñas huérfanas y abandonadas. Sus socias tenían derecho a la herencia materna, cosa que no ocurría en los matrimonios heterosexuales.  A principios del siglo XX, con la instalación del régimen comunista, la homosexualidad pasó a considerarse una perversión capitalista y una práctica contrarrevolucionaria. Actualmente, el término de “Amigas de la Orquídea Dorada” se utiliza para hacer referencia a amigas que son como hermanas y que no dudarían en entregar su vida para salvar la de la otra, pero ya sin connotación sexual. 

En otro momento histórico sólo la conversión en monjas permitía escapar al destino del matrimonio y la servidumbre al varón. Olvidar que la mayoría de las mujeres, de haber podido elegir, no se habría relacionado sexoafectivamente con hombres, es no reconocer una  parte esencial de nuestra historia como mujeres.

   El matrimonio (hoy en día, también podemos incluir a las relaciones heterosexuales más o menos estables) es la forma institucional del régimen político que es la heterosexualidad -y por lo tanto, la maternidad-, obligatoria. Este régimen es la base de lo que llamamos “patriarcado”, es decir, la apropiación de la capacidad de cuidado, la sexualidad y la potencial capacidad reproductiva de las mujeres. Este régimen se borra a sí mismo como ideología y se naturaliza: hoy en día podemos cuestionar todos los constructos sociales, pero la capacidad de maternar se nos aparece como un núcleo duro incuestionable de naturaleza: la función “natural” de reproducir la especie. 

La disputa entre el lesbianismo como cultura y política vs. como orientación sexual surge, entonces, a partir de que la sexología aborda este fenómeno como objeto de su campo. En ese momento histórico es que el lesbianismo se sexualiza, no al revés. Hasta los años ’70, desde el feminismo, se consideraba que el lesbianismo era una opción liberadora y disponible para cualquier mujer. En ese momento se hablaba de «opción sexual» (que no es lo mismo que “orientación”) y se sostenía que la sexualidad era construida, por ello el concepto de “opción”. Eso cambió cuando triunfó la versión innatista del movimiento GBT y la sexología.

No se trata, entonces, de una apropiación cultural del concepto de “lesbianismo” como una práctica sexual, sino que históricamente el proceso es inverso: es la práctica no necesariamente sexoafectiva de escapar a la servidumbre al hombre la que se convierte en una “orientación sexual” natural, innata e inevitable desde el discurso “científico” (y patologizante) de la sexología. Lo que se está naturalizando en esa mutación es, justamente, la heterosexualidad obligatoria: se parte del presupuesto de que lo “normal”, tanto ética como estadísticamente es la heterosexualidad. La heterosexualidad oculta su carácter de imposición laboriosamente y constantemente impuesta a las mujeres en cada pequeño detalle y se presenta como el efecto natural de la necesidad de reproducción de la especie, es decir, la “orientación” natural de la mujer hacia el hombre en pos de la reproducción y la coexistencia con otras “orientaciones”.  No se trata, entonces, de que actualmente se «banalice» la condición lesbiana de algunas mujeres al politizar el concepto. Por el contrario, la conceptualización de lesbianismo como «orientación sexual» conlleva a su despolitización. 

La definición de lesbianismo como orientación sexual innata, como mera versión femenina de la homosexualidad, favorece sólo a los varones, a su defensa por la apelación a la naturaleza: no pueden ser rechazados o estigmatizados porque, así como existe en la naturaleza, existe entre los seres humanos como rasgo innato y natural. Esto sitúa a las lesbianas en el marco de la comunidad (L)GBT. Esta perspectiva llega a la diferenciación entre mujeres y lesbianas, apoyada en una interpretación sesgada y descontextualizada de la obra de Wittig. La lectura de la obra de dicha autora debe situarse en el contexto de las discusiones y el intercambio con otras autoras, alrededor del cuestionamiento radical al régimen político de heterosexualidad obligatoria. 

Desde la perspectiva radical, por el contrario, afirmamos que el lesbianismo no tiene nada de natural, como no lo tiene la heterosexualidad. Las mujeres, en el movimiento GBT y su lectura del lesbianismo como homosexualidad femenina, sólo sirven a los intereses de los hombres homosexuales. Por ello, consideramos que el lugar “natural” de las mujeres lesbianas es el feminismo, no el movimiento GBT. Las mujeres lesbianas son, efectivamente, mujeres, porque en tanto tales, participan de las mismas opresiones que toda mujer: son también objeto de la apropiación pública por parte de los hombres. 

El lesbianismo es una postura política y una cultura. Es una opción política porque, a diferencia de la homosexualidad masculina, es la postura revolucionaria de renunciar a la heterosexualidad obligatoria. El patriarcado sólo es “hetero” patriarcado para las mujeres. Hablar de «heteropatriarcado» es redundante en tanto el patriarcado se apoya en la heterosexualidad obligatoria de la mujer, no en el mero dato de la biología (la capacidad potencial de reproducir la especie). El dimorfismo sexual no es la causa de la opresión, es la base de la misma. La causa de la opresión es la heterosexualidad obligatoria, la apropiación de esa capacidad por parte de los hombres; la biología es solo la justificación. Caso contrario, estaríamos situando la causa de la opresión en nosotras mismas como un hecho inmodificable. Ese es, precisamente, el discurso de la dominación. La autora considera que esta afirmación naturalizante y deshistorizante es impensable desde un análisis lesbiano de la opresión de las mujeres, es decir, desde fuera del pensamiento heterosexual. 

Para los hombres la situación es muy otra: el universo patriarcal es homo-normativo: las relaciones de amor, afecto y respeto sólo son válidas entre sujetos. Las relaciones de los hombres con las mujeres, en tanto objetos, son sólo relaciones de posesión. La homosexualidad masculina no es disruptiva para el sistema patriarcal como lo es el lesbianismo. Una demostración de ello es la explotación reproductiva de las mujeres por parte de hombres o parejas gay. Los hombres son sujetos de pleno derecho, no así las mujeres, por lo cual somos nosotras quienes debemos luchar por el reconocimiento de los más mínimos derechos y “ganarnos” el respeto. Además, los derechos conquistados por la lucha de las mujeres no son sino meras concesiones que podemos volver a perder en tanto dejen de ser funcionales a los hombres.

El lesbianismo es una cultura que, como dijimos, tiene una larga historia, pero que ha sido borrada e invisibilizada justamente por su potencia revolucionaria. En este sentido habla Susan Hawthorne de la apropiación por parte de los hombres de la cultura de las mujeres, en especial de las lesbianas:

“Cuando los colonizadores conquistan una tierra, sus primeros registros en la vuelta al imperio normalmente contienen algo en la línea de que ‘los nativos no poseen cultura’. Esta es una manera óptima de disculparse a sí mismos por dominar y expropiar a otras personas. Esto también disculpa sus futuras acciones de imponer su propia cultura y valores a las personas colonizadas para su propio provecho. Eventualmente el colonizado comienza a creer en las mentiras que los colonizadores le cuentan y toman la cultura imperial en la cual ellos tuvieron que destacarse para ser aceptados en el mundo. Las lesbianas permanecemos despojadas de nuestra propia cultura. Muchas permanecen creyendo que las lesbianas no tienen cultura” (1998, 2).

Recuperar la cultura lésbica, dice la autora, no es sólo un acto de recuperación histórica sino, sobre todo, un acto de invención. 

 Si bien las relaciones lésbicas pueden implicar o no relaciones sexuales, el lesbianismo no puede ser reducido a lo sexual, así como lo sexual tampoco puede ni debe ser reducido al acto sexual. Respecto de la exigencia de que las lesbianas deban en efecto mantener o haber mantenido relaciones sexuales lésbicas para ser consideradas tales, dice Sheila Jeffreys: 

“La historia de la heterosexualidad no se ha visto nunca en la necesidad de aportar pruebas que confirmaran el contacto genital. La heterosexualidad es una institución política y no empezó con el nacimiento de la sexología en 1890. No es simplemente una variante de la diferencia sexual. En opinión mía y de otras integrantes del Grupo de Historia Lesbiana de Londres, la labor de la historiadora lesbiana debe consistir en analizar la historia de la resistencia de las mujeres contra la heterosexualidad como institución y no simplemente en rastrear la presencia de mujeres cuya imagen se ajuste al estereotipo del siglo XX, procedente de la sexología” (1998:23).

La sexología, precisamente, sexualizó los tipos de relaciones afectivas y de vinculación política que hoy llamamos lesbianismo descartando aquellas que no tuvieran componente sexual. Llama la atención que esta exigencia no sea aplicada a las relaciones heterosexuales. Aún una pareja de hombre y mujer asexuales son considerados heterosexuales sin dudar. La división radical y la jerarquización entre relaciones románticas y de amistad también puede ser objeto de cuestionamiento. Por ese camino es que las mujeres terminamos hablando de lesbianismo en los términos del patriarcado: como mera orientación sexual. Si bien es cierto que muchas mujeres se sienten atraídas sexualmente desde temprana edad por otras mujeres sexualmente es un asunto que no podemos responder y que de hecho no merece siquiera la pregunta, porque implica que el lesbianismo, a diferencia de la heterosexualidad, es raro y por eso necesita ser explicado. Esta es una pregunta válida sólo desde el punto de vista del amo. Sólo la rareza, la excepción, debe ser explicada. 

Por eso no existe algo así como una «heterofobia». La heterosexualidad es lo normal y lo esperable, es lo generalizado justamente por la imposición de la misma sobre las mujeres, su «heterosexualización». Las mujeres heterosexuales no son juzgadas por ser tales en la vida cotidiana, aunque sí sufren los efectos de la apropiación masculinista como todas las mujeres. Acusar a otras feministas de «heterófobas» es lesbofóbico, porque las mujeres lesbianas sí debemos enfrentar violencias específicas por serlo. Ninguna feminista obliga a las demás a ser lesbianas o las presiona para hacerlo, simplemente se marca algo que muchas mujeres se resisten a ver: que las mujeres ya estamos obligadas, que la sexualidad que sentimos como natural es, en realidad, una imposición. 

Es una trampa para nosotras mismas insistir en crear una diferencia jerárquica entre lesbianas, las de “verdad” e innatas vs. las “políticas” o conversas, que serían meras apropiadoras culturales. En primer lugar, eso vuelve a naturalizar la heterosexualidad obligatoria. En segundo lugar, no queda claro cómo diferenciar unas de otras: no puede ser un criterio válido cuán temprana o tardíamente las mujeres hayan comenzado a tener relaciones sexoafectivas con mujeres, porque es imposible establecer un límite que no sea totalmente arbitrario. Por último, aporta al mecanismo de “divide y reinarás” que sólo favorece a los hombres. Sin embargo, la idea de “apropiación cultural” realiza un aporte interesante, ya que estaría reconociendo al lesbianismo como cultura y no como mera orientación sexual. Para las lesbianas radicales, el lesbianismo es una opción de vida. La definición de lesbianismo, para nosotras, no excluye la sexualidad pero tampoco se reduce a ella, el lesbianismo gira menos alrededor del sexo que del amor. 

Afirmar que el lesbianismo es una mera orientación sexual implica decirles a otras mujeres que es imposible liberarse de relaciones con varones, que sólo basta con encontrar el príncipe azul en su versión moderna: el varón deconstruido. Las relaciones de violencia, entonces, se basan simplemente en que las mujeres eligieron mal. Aun cuando las relaciones entre mujeres puedan también ser difíciles e incluso violentas, no podemos comparar las relaciones sexoafectivas entre mujeres con las relaciones con los varones, en tanto las primeras no implican la desigualdad jerárquica en la que las segundas se sostienen. También cabe aclarar que son muy pocas las mujeres cuya situación les permita prescindir por completo de relaciones con varones, es decir, un separatismo total, justamente porque la sociedad toda obliga materialmente a las mujeres a depender de los hombres. La convivencia de un grupo de amigas, por ejemplo, no tiene instituciones ni figuras legales que aseguren las decisiones de salud o la transmisión de herencia. 

Decir que el lesbianismo es político y no innato no equivale a decir que es fácilmente elegible justamente porque, al ser obligatorio, nos es impuesto desde edades muy tempranas y durante toda la vida por la socialización, la cual se encarna en el cuerpo y en la sensibilidad, naturalizándose. Esa naturalización es la que lleva a las mujeres heterosexuales a sentir un ataque personal los cuestionamientos a la heterosexualidad, ya que, al estar naturalizada y atenazada en la corporalidad, están identificadas con ella, lo sienten como parte indisociable y definitoria de sí mismas. Sin embargo, recurrir a la idea de orientación sexual para justificar la condición heterosexuales es despolitizante y no es compatible con el feminismo radical, ya que supone el no entendimiento de la heterosexualidad obligatoria. Sin embargo, culpabilizar a las mujeres heterosexuales por serlo también supone olvidar que la heterosexualidad es obligatoria y, por lo tanto, que la condición heterosexual en la mujer es el efecto de una obligación, no la causa. Por lo tanto, la mujer heterosexual no es el enemigo principal, sino el hombre. Esto es algo que siempre debemos recordar. 

Queremos abordar esta problemática arriesgando una hipótesis: todo lesbianismo es político, pero cada manera de entenderlo y de ubicarlo en el espectro político, politiza de manera diversa. Las lesbianas en el movimiento (L)GBT, las lesbianas radicales y las lesbianas que sostienen que el lesbianismo es una mera orientación sexual, politizan el lesbianismo de maneras muy diversas, que conllevan diversos efectos e intereses. Más que preguntarnos por qué transformamos el lesbianismo en una categoría política y no meramente de elecciones personales, deberíamos preguntarnos cómo hemos pasado a considerar a la sexualidad como inmodificable y que la política no tiene nada que ver con ella. Eso supone saltarse, justamente, uno de los lemas más profundos del feminismo: el de que lo personal es político. 

Sólo si entendemos la heterosexualidad como un régimen político que perjudica a las mujeres, podremos entender que algunas de ellas se resistan (sin importar si más temprana o más tardíamente). Ciertamente, en un mundo patriarcal y lesbofóbico (que, como vimos hasta ahora, es un mismo decir), las mujeres lesbianas tienen más riesgo de ser agredidas por su condición. No son raras, en este sentido, las «violaciones correctivas». Sin embargo, también las mujeres heterosexuales viven bajo la amenaza de ser violadas, golpeadas y asesinadas incluso -o más- en sus propias casas. Ninguna mujer es privilegiada respecto de otra en su condición de mujer.

Sin embargo, la heterosexualidad como régimen institucionalizado no sólo perjudica a las mujeres en sus formas extremas de violencia física y femicidio, sino desde el punto en el que las mujeres hemos aprendido a aceptar y erotizar la sumisión, a desear el coito aunque no está pensado para nuestro placer y nos arriesga a embarazos no deseados. Replantearnos y desaprender esa forma de deseo, re-preguntarnos por qué nos gusta lo que nos gusta, no es tarea sencilla, pero es la tarea principal de toda feminista. En palabras de Adrienne Rich:

«El supuesto de que «la mayoría de las mujeres son heterosexuales por naturaleza» es un muro teórico y político que bloquea el feminismo. Sigue siendo un supuesto sostenible en parte porque la existencia lesbiana ha sido borrada de la historia o catalogada como enfermedad, en parte porque ha sido tratada como excepcional y no como intrínseca, en parte porque reconocer que, para las mujeres, la heterosexualidad puede no ser en absoluto una «preferencia» sino algo que ha tenido que ser impuesto, gestionado, organizado, propagado y mantenido a la fuerza, es un paso inmenso a dar si una se considera libre e «innatamente» heterosexual. Sin embargo, no ser capaces de analizar la heterosexualidad como institución es como no ser capaces de admitir que el sistema económico llamado capitalismo o el sistema de castas del racismo son mantenidos por una serie de fuerzas, entre las que se incluyen tanto la violencia física como la falsa conciencia. Para dar el paso de cuestionar la heterosexualidad como «preferencia» u «opción» para las mujeres -y hacer el trabajo intelectual y emocional que viene después- se requerirá una calidad especial de valentía en las feministas heterosexualmente identificadas.» (1996, 35-36)

Deja un comentario

Crea una web o blog en WordPress.com

Subir ↑